Productora/Distribuidora:
Paramount Pictures
Estreno: 02-07-1948
Duración: 106 min.
Subgénero: Jukebox
Tramo: -
The Emperor Waltz
(El vals del emperador)
Resulta difícil concebir una película tan fatua. Su simpleza es insondable y, su ideología, panfletaria. Resulta duro aceptar que Billy Wilder sea el director de la misma. Y hay que asumir que Bing Crosby era un lastre insalvable, incluso para un grande como Wilder. Uno de los grandes fraudes en las películas protagonizadas por Crosby es que se diga que interpretaba tal o cual papel, tal personaje: Bing Crosby no interpretó nunca otro papel que el de Bing Crosby. Actúa siempre como un artista invitado con el papel protagonista. Posiblemente era inconcebible para su vanidad privar al público de verle a él, independientemente del contenido de la película, si bien en aquellos años seguramente el público tampoco quería otra cosa.
Joan Fontaine, protagonista femenina, una gran actriz, pero que no canta, ni baila, ni es capaz de sostener un diálogo creíble con Crosby –recordemos que Crosby sólo se escucha a sí mismo– seguro que sufrió pesadillas recordando su participación en esta obra.
El argumento nos cuenta la llegada providencial de un yankee a la corte del Imperio Austriaco –por sus evidentes similitudes, Crosby rodaría al año siguiente A Connecticut Yankee in King Arthur's Court (Garnett, 1949) –, siendo la corte austriaca el paradigma de la decadencia europea y, el país, un territorio fácilmente identificable con el Reich recién derrotado y habitado por ciudadanos con severas limitaciones intelectuales. Crosby se presenta vestido con su sencillo traje de honesto vendedor ambulante y revestido del orgullo propio de una nación superior. Con su cachazudo encanto e ingenio simplón, Crosby sorteará cualquier obstáculo que la ajada monarquía le ponga por delante para hacerles ver que están ante el renovador del Imperio.
La parte musical consta de media docena de sosas canciones interpretadas por Crosby, entreveradas por sus silbidos y tarareos y acompañadas ocasionalmente por bailes y cantos tiroleses. El uso de elementos musicales austriacos podría haberse realizado con la vocación de crear algo diferente, de alcanzar, con la combinación de estilos, algo más singular, más hermoso, pero lo que trasluce es que, simplemente, se busca ensalzar lo norteamericano a base de ridiculizar lo que no es norteamericano. En este sentido la trama va más allá del viejo enfrentamiento entre lo nuevo norteamericano y lo caduco europeo –[Los europeos] sois unos viejos gruñones, os asusta lo nuevo–, y da un paso adelante, realizando una populista exaltación de lo palurdo:
— Si se casa con Johanna (…) ¿viviría con ella en Viena?
— ¿En su palacio? Ni hablar. Demasiados tenedores. No sabría cuál usar
En su zafia deriva argumental, y para dejar claro el nuevo orden, la película acaba realizando un truculento símil entre la Condesa (Joan Fontaine) y su caniche de pura raza con el vendedor (Bing Crosby) y su chucho mil razas –por lo demás, el aspecto del chucho es fácilmente identificable con patentes comerciales e industria yankee–. Como era de temer, el chucho monta a la caniche y, en una babeante escena final, el decrépito emperador austriaco disfruta sosteniendo a los espabilados y sanos cachorros, fruto del cruce entre la elegante caniche de pura raza y el descastado y arrollador chucho norteamericano.