Década de 1950
En esta década se rodarán en los Estados Unidos cerca de 250 musicales, la mitad que en la década anterior, pero será cuando se alumbren las grandes obras de madurez del género. La década sigue marcada por la MGM y sus grandes obras maestras que, sin necesidad de determinar si fueron las mejores películas del género, sí puede afirmarse que fueron su culminación.
Una vez superadas las dramáticas décadas de 1930 y 1940 el género musical alcanza su cénit y, como si se tratase de un arte contra-cíclico y únicamente pudiera desarrollarse en una sociedad obsesiva, con un único gran conflicto y un único gran sueño, inicia su declive. Sufre además por la aparición de un nuevo ritmo musical, el rock, empujado por los jóvenes y alentado y capitalizado por la potente industria discográfica. Un ritmo que le cuesta digerir, metabolizar, impidiéndole mantenerse como un reflejo moderno de la sociedad. En paralelo, la industria del cine también perdía su cetro y dejaba de ser el arte integrador al que el resto de los agentes de la cultura y del mundo del espectáculo –artistas, industrias, mercados– habían rendido pleitesía. La competencia de la industria de la televisión es cada vez más implacable, más dinámica, más arrolladora, y con capacidad para crear y popularizar sus propias estrellas. Ahora, los pocos y sencillos objetivos iniciales del cine musical se han convertido en una maraña de exigentes objetivos cruzados cada vez más difíciles de cuadrar.
Superada la fase de crecimiento, las tramas en esta época de madurez han dejado atrás la alabanza y defensa a ultranza de la cultura popular norteamericana frente a la antigua y elitista cultura europea. A lo que el musical americano aspira ahora, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, es a imponerse en el propio terreno de la cultura clásica europea. Una vez establecido el papel hegemónico mundial de Estados Unidos las tramas empiezan a ubicarse con más frecuencia en países como Gran Bretaña –Royal Wedding (Donen, 1951), Brigadoon (Minnelli, 1954), Merry Andrew (Kidd, 1958) –, en una exótica y hierática Asia –Kismet (Minnelli, 1955), The King and I (Lang, 1956), South Pacific (Logan, 1958)–, y, sobre todo, en el espacio mítico, y conquistado, donde para los estadounidenses convergían las esencias del género: sensualidad, alegría, sofisticación, elegancia, belleza, moda: París –Rich, Young and Pretty (Taurog, 1951), An American in Paris (Minnelli, 1951), Lovely to Look At (LeRoy, 1952), April in Paris (Butler, 1952), Gentlemen Prefer Blondes (Hawks, 1953), The French Line (Bacon, 1954), Funny Face (Donen, 1957), Silk Stockings (Mamoulian, 1957), Les Girls (Cukor, 1957), Gigi (Minnelli, 1958), Can-Can (Lang, 1960)–.
Otro aspecto relevante de esta década es que se consolidan los papeles de personas corrientes que bailan y cantan en espacios cotidianos. Incluso si los personajes son profesionales del espectáculo, un perfil que nunca desaparecerá, estos se han vuelto más cercanos, más humanos, menos abstractos que los personajes de los musicales de la década de 1930. Cualquier historia, cualquier relato, se ha vuelto musicalmente posible. Esta flexibilidad en los personajes no sólo facilitaba la conexión con la sociedad, facilitaba sobre todo salir a la calle, rodar en exteriores en vez de sobre un escenario.
Desde la década pasada se venía produciendo un reposicionamiento del teatro musical de la mano de dos compositores de Broadway, Rodgers&Hammerstein. Tras el fallecimiento de Lorenz Hart (1895-1943), Richard Rodgers había formado un nuevo equipo con el letrista Oscar Hammerstein II. Las composiciones de este nuevo tándem quieren entretener y ambicionan la taquilla, pero mirándose en los clásicos, aspirando a su respetabilidad. Su inspiración va alejándose de los referentes populares del género, de los grandes afluentes que habían nutrido el musical durante décadas: minstrel, vaudeville, burlesque, music-hall, jazz… lo que a medio plazo supondrá la desaparición de los artistas que crecían y se formaban en estas canteras. El tap es sustituido por la danza, la orquesta de jazz por la orquesta sinfónica, los diálogos por la letra de las canciones y la melodía chispeante por la declamación. Sus musicales se convierten en óperas populares y ligeras, las canciones se apoyan en voces líricas y la danza da cabida al ballet. Se convertirán en un referente de Broadway y el impulso de su tremendo éxito llegará también a Hollywood. Aunque Hollywood siempre había mantenido un ojo puesto en el teatro musical de Broadway, únicamente lo hacía por considerarlo fuente de ideas y cantera de artistas para sus propios proyectos cinematográficos. Sin embargo, ahora será diferente y, lo que pudo convertirse en vía de evolución, se traducirá en un conflicto de objetivos y lenguajes, con los consiguientes problemas de dramatización y ritmo interno del cine musical. Mientras que, sobre un escenario teatral, las voces, educadas y con sólidas texturas, son capaces de sostener por sí solas una escena, en las película musicales se requiere que los actores fluyan con la imagen y, además de voz, han de poseer otros talentos dramáticos y acercarse a otros cánones de belleza. Como los productores de Hollywood exigían rostros que atrajeran al público y garantizasen la taquilla y los compositores voces especializadas para realzar sus composiciones, en esta década se iniciará la edad dorada de los ghost singers, cantantes que ponen su voz a rostros famosos, que doblan sus canciones, y nunca aparecen en los créditos.
Otro gran impacto del reinado de Rodgers&Hammerstein fue que, hasta entonces, las obras de teatro musical de Broadway seleccionadas por Hollywood para ser llevadas a la pantalla eran recortadas, modificadas y rediseñadas íntegramente por los profesionales de los estudios. Era una adaptación fundamental, creativa, y a veces muy profunda, con el fin de acompasar los musicales teatrales al ritmo y lenguaje cinematográfico. Pero en esta década Hollywood ha perdido su fuerza, no puede imponer sus criterios. O, al menos, mientras los proyectos sean rentables, ya no impone sus criterios artísticos. Al igual que se presta a ser un canal para las discográficas, empezará a serlo también para Broadway. Rodgers&Hammerstein, que eran además sus propios productores, exigirán por contrato que las versiones cinematográficas de sus obras reproduzcan lo más fielmente posible sus producciones teatrales, convirtiendo las películas en pesadas narraciones. Por esto mismo se debe reseñar que, la película más popular, al menos en España, basada en canciones de Rodgers&Hammerstein es The Sound of Music (Wise, 1965), una obra compuesta por encargo, y que fue adaptada al cine sin que los compositores pudieran ejercer el más mínimo control mientras que, las películas basadas en sus más exitosos musicales de Broadway –Oklahoma! (Zinemann,1955), Carousel (King, 1956), The King and I (Lang, 1956), South Pacific (Logan, 1958), Flower Drum Song (Koster, 1961)–, transferidas al cine bajo su control draconiano y con mínimos ajustes son, asimismo en España, mayoritariamente desconocidas, lo que se explicaría por el fallido traslado a la pantalla y el resultado de insoportables producciones.
Si en las décadas 1930-1940 se creaban canciones y bailes independientes, capaces de sostenerse por sí solos, que luego eran incorporados dentro de argumentos triviales, ahora, al construirse los musicales como una pieza única, con un argumento singular, no sólo se necesitaba balancear este elemento en el conjunto de la obra sino que guionistas, compositores y coreógrafos debían trabajar de manera diferente para que las letras desarrollaran la tramas, y que las canciones y bailes transmitieran las emociones de personajes cada vez más diversos y complejos. Obviamente es importante que los números musicales sean buenos, pero más importante aún que no sean cortometrajes insertados: han de estar unidos y fluir con el resto de la trama. Las canciones son cada vez menos melódicas, convirtiéndose en muchas ocasiones en guiones declamados. Igualmente, este cambio imposibilitará aprovechar buenos números extraídos de otros espectáculos o de reaprovecharlos entre películas. La parte musical cada vez tiene más imposiciones y dependencias.
Aparecen nuevas estrellas. En la Fox, una rubia de sensualidad explosiva y absoluta fotogenia que se convertirá en icono y mito del cine, Marilyn Monroe; y, en la Warner, también otra rubia, pero en las antípodas de Marilyn, Doris Day, que se convertirá en el arquetipo del personaje asexuado y estridente, idóneo para el cine familiar. Impulsados por la revolución del rock&roll surgen también nuevos referentes masculinos, como Elvis Presley, de enorme proyección social. Pero ninguno de estos nuevos nombres logrará reemplazar a las estrellas clásicas del género. Cuando al final de la década Astaire ruede su último gran musical, Silk Stockings (Mamoulian, 1957), su trono quedará vacío.
La tecnología también sigue marcando la evolución del género. A mitad de la década se estrenará el primer musical rodado en CinemaScope, Rose Marie (Le Roy, 1954). La adaptación al nuevo formato no será fácil. Con el formato tradicional un solo bailarín llenaba toda la pantalla pero, si se coreografiaba y rodaba con el mismo planteamiento en CinemaScope, o se dejaban enormes espacios vacíos a los lados o los pies no entraban en el plano. La película Seven Brides for Seven Brothers (Donen, 1954) será la primera gran muestra de las posibilidades de este formato. El musical había sido probablemente el género que más se había beneficiado de los avances tecnológicos. Obviamente del sonido, desde 1927, con The Jazz Singer (Crosland, 1927); y del Technicolor y el sonido estereofónico, desde 1939, con The Wizard of Oz (Fleming, 1939). La tecnología servía para lucir aún más el talento de los artistas, pero en esta década se produce un punto de inflexión y algunas películas empiezan a intentar tapar a base de tecnología la falta de creatividad. Hollywood, siempre lúcido y autocrítico, se ríe de sus propias trampas y del candor del público, como en Stereophonic Sound (Silk Stockings, Mamoulian, 1957), interpretado por Astaire y Janis Paige.
Para conseguir que hoy el público vaya al cine
Ya no es suficiente anunciar a una famosa estrella.
Si quieres que las multitudes acudan
Tienes que ofrecerles el glorioso Technicolor,
el impresionante Cinemascope y
el sonido Estereofónico.
Las renovaciones más interesantes del género en esta década vendrán de la mano de dos coreógrafos, acaso los últimos grandes. Aunque muchas coreografías siguen siendo creaciones de los clásicos –Hermes Pan, Nick Castle, Busby Berkeley, Gene Kelly, Charles Walters, Stanley Donen, Michael Kidd o Eugene Loring–, dos nombres empiezan a marcar diferencias y a trasladar a la danza la nueva y compleja sensibilidad de las nuevas generaciones: Jerome Robbins y Bob Fosse.
Únicamente por mencionarlo, en esta década surge un subgénero de musical muy específico, del aquí no se reseña ninguna película: el industrial musical. Este musical se caracteriza en que sólo era representado en pases privados para empleados o accionistas de una empresa. Lo relevante de este género es que la industria había identificado el potencial del cine musical tras la Depresión de 1929 y durante la Segunda Guerra Mundial, ya fuera exaltando el optimismo y los grandes proyectos, impulsando el compromiso individual con los valores y objetivos de grupo o reforzando la lealtad y el sentido de pertenencia a una comunidad. La multinacional IBM había sido pionera a primeros de siglo componiendo canciones empresariales –¡Siempre adelante, siempre adelante! / ¡Ese es el espíritu que nos ha dado fama! / Somos grandes, pero más grandes seremos / No podemos fallar porque todos pueden ver / Que servir a la humanidad ha sido nuestro objetivo!– pero será durante las décadas de 1950 y 1960 cuando muchas corporaciones, como Oldsmobile, Westinghouse, Coca-Cola, American Motors, Xerox, Chrysler, du Pont, General Motors, General Electric, American Standard (1969) o Chevrolet produzcan, con presupuestos equivalentes a Broadway o a Hollywood, obras musicales para la comunicación interna y motivación de sus empleados.