Década de 1930
En la década de 1930 casi la única manera de incluir números musicales en una película era construyendo argumentos en torno a las peripecias de un productor que intentaba montar un espectáculo musical. O desarrollando una trama sobre los bailarines y cantantes que trabajaban en un espectáculo. Los guionistas necesitaban de la verosimilitud de los escenarios teatrales y de personajes profesionales del espectáculo. Sin esa disculpa argumental, parecía imposible armar una historia en la que alguien cantara y bailara. Es la época dorada de los backstage musicals. El guion es ligero, los personajes simples esbozos; sólo importan los números musicales. Una de las consecuencias de esta aproximación es que las tramas de las películas son tan irrelevantes y similares que pueden albergar cualquier número y, a su vez, los números musicales, de gran calidad y singularidad, son creaciones independientes que se sostienen por sí solos y pueden encajar en cualquier trama. Por esta razón, en las películas de estos años resulta fácil acordarse de los números musicales, con fabulosas y pegadizas melodías y magníficas coreografías, pero difícil recordar a qué película pertenecen.
Durante esta década se ruedan más de 400 musicales en Estados Unidos y surgen los primeros referentes del género: Al Jolson, Maurice Chevalier, Eddie Cantor, Ruby Keeler, Alice Faye, Eleanor Powell o la pareja Nelson Eddy & Jeanette MacDonald; pero los nombres propios que trascenderán a su época y adquirirán la condición de mito del género son Busby Berkeley en la Warner Bros, con sus colosales coreografías y sus espectaculares juegos visuales; Fred Astaire & Ginger Rogers en la RKO, estableciendo el canon clásico con sus alegres comedias y elegantes bailes y, The Wizard of Oz (Fleming, 1939), la película que empieza a posicionar a la MGM como estudio de referencia en la historia del musical, a Arthur Freed como el productor clave en la historia del musical, y a Judy Garland como la futura gran estrella femenina en la historia del musical
Musicalmente, la década de 1930 determinará también las melodías y autores de referencia del género. Son los compositores de los estándares de jazz y del cancionero popular norteamericano –el Great American Songbook–, procedentes en su gran mayoría de Tin Pan Alley: Al Dubin, Harry Warren, Cole Porter, Lorenz Hart, Richard Rodgers, Ira & George Gershwin, Irving Berlin, Leo Robin o Harold Arlen.
En cuanto a los números musicales propiamente dichos, en esta década se establece una tipología básica articulada en tres variantes principales: diálogos cantados, con una base clara en óperas y operetas; números interpretados por profesionales, ya sea en ensayos o actuaciones públicas o privadas; y números en los que se interpretan musicalmente los ensueños y las emociones de una persona o de un grupo. Este tercer grupo se convertirá en el más relevante durante los años dorados del género.
Respecto a los guionistas, a pesar de ser normalmente un elemento irrelevante, por la simpleza y mecánica de la trama, destacará la labor de Dwight Taylor, Allan Scott y Ernest Pagano en la RKO; Lamar Trotti en la Fox, y Jack McGowan y Sid Silvers en la MGM. Serán los guionistas los que desarrollen algunas de las convenciones del cine musical, como el tributo permanente a los pioneros del género, el homenaje explícito a los compositores de las obras o la posibilidad de que los actores interpreten su papel y simultáneamente se interpreten a sí mismos.
Desde un inicio los guiones de los musicales fueron sentando las bases de la compleja y contradictoria relación de los autores norteamericanos con el arte clásico europeo, demasiado poderoso, demasiado solemne, demasiado rígido. En todos los guiones siempre se desliza una frase que refleja el enfrentamiento y ensalza lo estadounidense frente a lo europeo, lo nuevo frente a lo viejo, el jazz frente a Bach, el perrito caliente frente a la mesa dispuesta con varios tenedores. En las pocas ocasiones en las que aparecen personajes europeos siempre quedarán reducidos a irrisorios arquetipos –ingleses envarados y afectados, latinos rijosos e histriónicos, franceses lascivos y bon vivants, aristócratas centroeuropeos empobrecidos–, blanco de burlas, mostrando la imperiosa ansiedad freudiana, musicalmente hablando, de matar al padre y liberarse. El cine musical se ha convertido en el protector del Nuevo Mundo, el abanderado de la joven sociedad norteamericana, defensor de sus artes y sus sueños, fortaleza de su inocencia. Cada película será una palabra de esperanza y optimismo. Desde su posición en la sociedad creará símbolos, impondrá valores y actitudes. También liderará avances civiles y sociales; será en una película musical –The Little Colonel (Butler, 1935)– donde se produzca el primer emparejamiento interracial en la pantalla.