Década de 1940
La década quedará fatalmente diferenciada en dos tramos; un primer lustro marcado por la Segunda Guerra Mundial, en el que los artistas y la industria se pliegan a los intereses de la política geoestratégica, a los discursos de la patria y a subir la moral de los soldados; y un segundo lustro en el que la sociedad intenta olvidar el horror vivido y la industria cinematográfica, subida a la ola de optimismo de la victoria, lleva el musical a nuevas cotas de expresividad y representación.
En este periodo, con cerca de 500 musicales rodados en Estados Unidos, el cine musical abarcará lo que abarcaban los brazos de la MGM y la denominada Unit Freed, un grupo de profesionales de la industria –actores, cantantes, bailarines y coreógrafos pero también directores de orquestación, arreglistas vocales, modistas, peluqueros, maquilladores, decoradores, pintores…– que el estudio tenía asignados de manera permanente al productor Arthur Freed con el único objetivo de rodar películas musicales. Prácticamente todas las grandes estrellas y las nuevas revelaciones acabarán recalando en la MGM, que se convertirá en el lugar de encuentro de los grandes directores del género –Stanley Donen, Vincente Minnelli, Busby Berkeley o Charles Walters– con los grandes bailarines –Fred Astaire, Gene Kelly, Cyd Charisse o Ann Miller– y donde se formen algunas de las grandes estrellas juveniles, como Judy Garland y Mickey Rooney. Esta confluencia de artistas geniales en una única factoría gestionada de modo autónomo exaltaba la creatividad y aceleraba la evolución del género musical. Más allá de la constelación de estrellas de la MGM, existirán algunas estrellas aisladas, como Rita Hayworth en la Columbia, Deanna Durbin en Universal, o la rubia de turno en la Fox, primero Alice Faye, luego Betty Grable.
Dada la popularidad de muchos de estos artistas y de la cantidad de cine musical que se produce, desde mediados de la década de 1930 los estudios desarrollan cada vez nichos más específicos –backyard musicals para adolescentes, singing cowboy hibridando western y canciones…– hasta el punto de llegar a crearse una suerte de subgéneros con las películas protagonizadas en serie siempre por un mismo artista, como los musicales para adolescentes de Deanna Durbin, los aquamusicals de Esther Williams o los Ice Revue de la patinadora Sonja Henie.
Respecto a los coreógrafos, y al igual que sucede con los compositores, su labor profesional es alargada y se extenderá a lo largo de las décadas. Un cambio importante es que comienza a reconocerse la labor de estos profesionales como los auténticos artífices de los números musicales, lo que se refleja en los títulos de crédito que pasan de un Coreographed by a Music numbers created and staged by. La lista de coreógrafos se hace extensa y, a los primitivos Busby Berkeley, Dave Gould o Hermes Pan, se le unen primero los clásicos Robert Alton, Nick Castle o Bobby Connolly y, durante o después de la guerra, los renovadores Charles Walters, Stanley Donen, Gene Kelly o Jack Cole. Sus coreografías desbordan el baile convencional y los mismos escenarios de baile. Ahora, cualquier objeto –como una humilde fregona en Let Me Call You Sweetheart (Thousands Cheers, Sidney, 1943)–, o cualquier decorado–como un almacén desordenado en Make Way For Tomorrow (Cover Girl, Vidor, 1944)–, puede integrarse, formar parte de la danza, participar del sentimiento que se busca expresar mediante la armonía del baile.
El contexto político mundial va a provocar que, desde finales de la década de 1930, el viejo enfrentamiento dialéctico entre el jazz y la música clásica europea tome nueva fuerza. Lo que había sido un tópico con gran carga comercial y publicitaria se transformaba en un postulado ideológico al propiciarse la equivalencia USA-jazz-democracia frente a Alemania-música clásica-dictadura nazi; sin olvidar que, por parte de la propaganda nazi, por naturaleza supremacista, se afirmaba que el jazz era una música propia de degenerados y de la inferior raza negra. Y, aunque una parte de la población de estadounidense coincidía con este postulado, la posición de Hollywood era clara. Esta confrontación, ya descafeinada, sobrevivirá mucho tiempo como un tópico del género.
En el proceso de maduración del género, con la decantación de los elementos más genuinos y relevantes, se daría un paso clave cuando las canciones empezaron a formar parte del argumento de la obra. Esto suponía que la trama no quedaba en suspenso mientras se realizaban los números musicales, sino que seguía progresando mientras se interpretaban. El cambio era sustancial y la implementación difícil. Ya no bastaba con contratar a los mejores creadores o contratar los mejores números musicales ya prefabricados. Estos tenían que concebirse con la trama, ser indisolubles de la misma. Y, la parte dramática, tenía a su vez que acercarse al ritmo de la parte musical para poder transicionar de una a otra sin solución de continuidad. Fluir sin interrupción del diálogo a la canción, del último paso que camina al primer paso que inicia el baile. Aunque siempre se seguirán rodando muchas películas musicales bajo el esquema clásico de intercalar números musicales dentro de cualquier trama, el modelo de integración, de pieza única, se consolidará como la referencia de calidad del musical. En esta década se estrena Meet Me in St. Louis (Minnelli, 1944), uno de los grandes referentes de integración e hito del género. Esta aproximación, buscando la mayor fusión de la parte musical con el drama, vendrá facilitada por el salto –fundamental, visto en el tiempo– que algunos coreógrafos dan a la dirección, como Busby Bekerley, Charles Walters, Gene Kelly y Stanley Donen; así como, en los años próximos, la extensión del rol de algunos guionistas que serán además los letristas de las canciones.
Tras el final de la guerra, muchos elementos estéticos del musical empezarán a nutrirse de forma natural de las vanguardias artísticas europeas, sobre todo en lo que respecta a las representaciones oníricas, lo que posibilitaba realizar transiciones más sofisticadas entre lo real y lo imaginario, entre lo que sucedía en realidad y lo que se sentía en realidad, así como de disponer de un nuevo y completo lenguaje, el surrealista, para los decorados y escenarios.