Como otras producciones de la época este musical es tan antiguo que, independientemente de que hoy sea una mala película, es, por momentos, turbador por lo que tiene de documento y por lo que tiene de documental. La película se desarrolla en un cabaret de París a comienzos del siglo XX y, de los pequeños detalles, se desprenden dos cosas: que el ambiente recreado no les quedaba lejano en el tiempo ni a los escenógrafos ni a los actores –nunca se ha visto tal naturalidad usando pajitas para beber combinados–, y que la comedia es Pre-Code: busconas, gigolos, tríos y, para enorme escándalo de la época, durante unos segundos se ve a una pareja de homosexuales bailando abrazados en mitad de la pista. Bajo su tono de comedia, el guion incluso se permite instrumentalizar un suicidio para encubrir un asesinato.

Desde el punto de vista de película musical se trata de una adaptación de Broadway que tiene poco para salvar. Las voces, tanto la de Al Jolson como la de Dick Powell, tuvieron su época y ya no es esta. Y, en cuanto a los largos diálogos cómicos que se intercalan en la trama, sencillamente parecen de otra civilización, tanto es así que al final surge la duda de si, en realidad, pretendían ser cómicos. Pero, lo poco que tiene para salvar, es sobresaliente.

La dirección y coreografía de los números musicales es de Busby Berkeley por lo que, entre tanto material de derribo, hay dos números delirantes: el minstrel, Going to Heaven on a Mule, concebido dentro de la libertad Pre-Code, que recrea con arrojo un extravagante e irreverente Paraíso Celestial all-black en el que los risueños ángeles viven entre atracciones de cabaret.

El otro número es Don't Say Goodnight, para el que Berkeley crea sus singulares composiciones caleidoscópicos con bailarines que se transfiguran en sofisticadas imágenes, únicas, eróticas, hipnotizantes, como si pequeños elementos desconocidos de la naturaleza se revelaran a través de un potentísimo microscopio y se filmara con una cámara de alta velocidad.