Andrew Lloyd Webber estrenó el musical The Phantom of the Opera en Londres, en 1986. La obra está basada en la célebre novela homónima de Gaston Leroux y las letras de las canciones estaban escritas por Charles Hart and Richard Stilgoe. La obra no fue muy celebrada por la crítica y obtuvo pocos premios, pero la aclamación popular fue absoluta: es la obra con más número de representaciones en la historia de Broadway y la tercera en el West End. Con producciones en 27 países ha sido vista por 130 millones de personas y aún continúa en cartel.

La adaptación de la obra musical a la pantalla fue controlada por el propio Webber hasta el punto que podría decirse que se trata de un musical de autor. Webber era el productor y tenía asegurado por contrato el control artístico absoluto. Para la dirección Webber escogió a Joel Schumacher –hoy más famoso por Batman Forever (1995) y Batman & Robin (1997)– por su trabajo en la comedia de terror The Lost Boys (1987).

La película contó con un presupuesto de 70 millones, lo que se aprecia en todo momento por el despliegue de efectos especiales y decorados creados por ordenador. Pero nada más. Las imágenes sobrecargadas acaban conformando una suerte de puré de patata y lombarda recocida; las secuencias se suceden de forma disparatada; las interpretaciones resultan penosas; las canciones no transmiten emociones. Desde la pantalla no llega ninguna señal de amor ni de terror. Tampoco de vida. Y la pretendida comicidad es de parvulario.

Es incuestionable el absoluto triunfo de las obras de Webber en los escenarios, pero ser un genio en los escenarios no significa serlo también en el cine; una equivocación muchas veces repetida. El resultado de esta adaptación, además de reflejar a un engreído compositor, es una película aburrida, amanerada y pretenciosa, la obra de un nuevo rico que derrocha dinero para erigir una obra hortera y vacua.

Cualquier número refleja la atonía del conjunto, como este The Music of the Night, con una música desparejada de la imagen hasta lograr asfixiarla, fiel reflejo de Webber imponiendo una grabación preciosista de su música a costa de cargarse la cinematografía. En cuanto a las interpretaciones de Emmy Rossum, con liguero y boca idiotamente abierta como una muñeca erótica, y el relamido y nada creíble Gerard Butler, no emiten señales vitales.